Les compartimos una parte del blog de nuestra querida Jessica Zambrano, ciclista urbana que nos cuenta una de sus aventuras haciendo bikepacking hacia Guarainag.
Autor: Jessica Zambrano
Esta es la historia de mi primera experiencia de Bikepacking en las alturas. Serían 125 kilómetros en dos días.
Hay una ruta que sale de Cuenca, bordea el río Tomebamba, sube a Azogues, hacia el norte y luego de pasar una serie de pueblitos, en los que se sigue el esquema formal de “una plaza, un parque, la carretera”, se asciende hasta 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Cuando el cuerpo se tuerce de los ascensos, el territorio le da tregua para que descienda a toda velocidad por una carretera que bordea con bosques de pinos. Antes de llegar a Taday, el último pueblo de esta serie, hay una lomita que cuida la plaza y una de las iglesias más antiguas del país. La carretera de asfalto se acaba en este pueblo. La ruta que comienza es de lastre y desde su altura se divisan una serie de montañas que en sus faldas verdes advierten de una sombra negra, como un viaje al precipicio: el gran Río Paute.

Empezamos este viaje en Cuenca. Somos once ciclistas. Llevamos sleeping bags y aislantes de frío para pasar la noche. Mateo, que registra el viaje con cámaras y un dron, nos sigue en una moto. Juan José dirige este recorrido hacia la casa de Don Rodrigo y Doña Azucena, en Guarainag, el punto final de nuestro primer día de bikepacking.
La salida de Cuenca es leve, no nos advierte ni un poquito de las lomas que vendrán. Antes de salir tuve miedo, pero se me pasó cuando empecé a pedalear y empecé a sentir la adrenalina de ser doble, a pesar del peso de mi parrilla: piernas y ruedas.
Nunca había hecho un viaje cargada de maletas en la sierra. De hecho, el único viaje que he hecho cargada ha sido a Puná. “Respira profundo que aquí llega menos el aire”, me dice Juanjo cada vez que se acerca a mi bicicleta para asegurarse de que todo esté bien, que si el asiento, que si el frío, que si la altura. Todo bien. Por el momento.
En la carretera con falsos planos se ve de lejos Biblián, un pueblo pequeño que tiene en su cima una iglesia cuya matrona es Nuestra Señora del Rocío, la virgen de las nubes. A pesar de que su nombre parece cristiano, es indígena. Significa “alerta al subir”. Primera advertencia.
30 kilómetros. Un redondel. El último tramo urbano por Azogues. Tras el redondel hay un desvío y después una loma. Fuerzo los cambios. La cadena se rompe. Parada obligatoria. Pedro, Juanjo, Mateo y Charlie miran por el bienestar de mi continuidad en el viaje y la cadena. Logran unir los eslabones. Me quedo sin dos. Se perdieron en arreglarlos.
Vamos a empezar la subida. Le doy con ganas, como si mi cadena no estuviera a punto de estallar y puedo decir que hasta lo disfruto. Estar sin aire me gusta. Concentrarme en el paisaje me obsesiona. De lejos vemos el Cojitambo, una montaña enorme que se traduce como “descanso del oro”. Tiene 3.076 metros de altura sobre el nivel del mar y ahora es un territorio para escaladores, además de haber sido uno de los caminos de descanso de los chasquis en el Camino del Inca.


Pasamos 8 kilómetros de ascensos y justo frente a un puesto de cholitas cuencanas que cocinan alrededor de un caldero, mi cadena se vuelve a romper. Esta vez los eslabones hablan. Ya no quieren unirse. En cada intento uno queda torcido. Perdí dos eslabones más. Me aventuro con la forma en la que quedó, no se han unido del todo y pienso seguir el viaje, pero primero aprovechamos para comer. Después de todo, haberse dañado frente a un puesto de comida debe considerarse como una señal de la carretera. Un pastor alemán nos hace compañía y atrapa los restos de la comida. Uno de los hombres que almorzaba nos promete regresar en su camioneta roja para avanzarnos hasta la gasolinera, donde espera el resto del grupo. No llega.


Avanzamos el último tramo de ascensos para unirnos al grupo y empezar una serie de descensos. “Todo lo que sube tiene que bajar” y el camino siempre sabe recompensar a quien lo disfruta. Dejo que el viento me golpee.
Antes de llegar a Taday, el último pueblo de la carretera hay una loma. Vuelvo a forzar los cambios. Mi cadena se vuelve a romper. “Nunca jamás visto en la historia del ciclismo ecuatoriano”. Mis compañeros de viaje están a punto de organizar un crowdfunding de eslabones. La arreglamos en la plaza frente a una iglesia que se empezó a construir en 1557. ¿El patrón de esta Santa sede bendecirá la cadena? Es lo único que nos queda hasta llegar.
Intentamos buscar una cadena en el pueblo antes de entrar en la ruta que anuncia al Complejo Arqueológico de Zhin. No hay más que dos talleres de motos. “Ahora mismo no tengo cadenas”, nos dijo una señora.
En estas montañas en las que hay casas de adobe destrozadas, niños que juegan a saludarnos como si fuéramos parte de una carrera de ciclistas profesionales y mujeres que cabalgan controlando su siembra, vivieron los cañaris. Pasamos por una iglesia que tiene a San Francisco de Asís en la cúpula acompañado de un perro. A su alrededor hay esculturas de madera de su mascota y perros sueltos, tachos de basura junto a las señalíticas que anuncian el nombre del pueblo. Un mundo que se construye con señales.

Con la idea de que mi cadena se va a volver a romper y la sensación de que mi cuerpo no ha dado cuanto puede, veo de lejos un agujero negro que divide el verde de las montañas. Es el Paute. Estamos cerca de Guaranaig y de terminar el primer día. Cuando siento que he alcanzado la felicidad de sentirme abandonada en el camino para ver desde la cima todo cuanto es posible en el mundo, mi cadena se vuelve a romper. Ya no da más. Camino lo que resta de la última loma y bajo el resto sin cadena. Así termino mis primeros 73 kilómetros en la casa de Doña Azucena y Don Rodrigo. Aquí dormiremos todos en un cuarto con nuestros sleeping bags, después de cenar. La casa es de madera y ellos, dos sabios que han sobrevivido en un pueblo en el que todos se van a la ciudad o salen del país, viven de una tienda que tiene un poco de todo, incluidas cervezas Pilsener de 1 litro. Se dedican a reír con las historias de viajeros como nosotros que se arriesgan porque les es difícil sobrevivir en la calma de un lugar al que llega un carrito cada hora.
En el centro del pueblo hay un parque tan vacío que nuestras voces hacen eco. Vemos más vacas en el pasto que personas. Mateo vuela el dron y una perrita que ha acabado de dar a luz huye.
Detrás de estas montañas está la Amazonía.
Toda la madrugada lloverá. Mi cuerpo y el de mi compañero de viajes se enferman. Al día siguiente no querremos arriesgarnos más. Avanzamos despacio, con una cadena que se ha quedado sin eslabones y el equipaje mojado. Descendemos por una montaña de lastre convertida en lodo. Hay un muelle que da al Río Paute. Los compañeros se bañan para esperar a uno de los botes que nos llevará hasta el otro lado del río. El guía dice que en este río hay 130 metros de profundidad. Es el infinito.
Cruzamos en lancha hasta un pueblito. Cuando llegamos volvemos a arriesgarnos sobre las bicis en ascenso. Desde el camino vemos un letrero que dice “Guachapala”. Parece muy alto. La Panamericana está cerca. Tomamos una camioneta y descendemos a Cuenca hasta un bus que nos lleve de regreso a Guayaquil y que ahora, sí, en plano, mi cadena aguante hasta llegar a casa.